Hace justo hoy un año me encontraba en la bulliciosa ciudad de Nápoles.
Después de haber pasado la mañana examinando manuscritos en la Biblioteca Nacional de Nápoles regresaba a mi hotel.
Al caminar por la calle Toledo, una de las vías principales de la ciudad, una gata, que se encontraba plácidamente tumbada en total fraternidad entre dos grandes perros, saltó como un resorte sobre mi maletín de trabajo sin que mediara provocación alguna por mi parte.
Una pareja de hippies españoles, a la sazón los cuidadores de la susodicha manada, me preguntaron que si yo era joyero o visitador de joyerías. Yo les dije que no, que no lo era, pero ellos me insistían que sí, que tenía que serlo a la fuerza. La razón de su afirmación era, según me explicaron, que la gata había pertenecido (antes de viajar con ellos) a un conocido joyero de la ciudad. El felino, que además lucía un fantástico collar de oro, solía rondar a su antiguo dueño mientras trabajaba en sus creaciones y al parecer le gustaba el olor de los metales preciosos.
Cuando se cruzaba con alguien del gremio solía lanzarse sobre su maletín, como hizo ese día conmigo. Tal vez pensaba que alguno de éstos podría llevarle de nuevo con el desaparecido joyero o tal vez sólo era una gata con buen gusto.
Mientras me contaban la historia caí en la cuenta de que en mi maletín sí que llevaba oro. Había llevado dos de los tres magníficos libros de horas que componen la Colección Montserrat y que están encuadernados en lujoso terciopelo con tapas de aleación de bronce bañadas en oro de 24k. Los llevaba para mostrar nuestro trabajo a la Directora y el personal del departamento de manuscritos de la Biblioteca Nacional de Nápoles. Al ver la belleza de nuestra reproducción y la calidad de nuestro trabajo quedaron admirados. Nunca pensé que también ese día esos bellos libros iban a llamar la atención, tan solo por el olor del metal precioso, al más ilustre habitante de la "bella Napoli"; a la gata que amaba a las joyas, bibliográficas, en este caso.